Llega un momento en la vida en el
que comprendes aquella frase de tu mamá de “cuando crezcas, lo entenderás”. Y es que, de repente, llega un momento
de tu vida en el que comienzas a comprender los por qués de todo lo que te ha
tocado vivir. Las razones por las que ocurrió cada cosa, y para qué te han
servido. Te das cuenta de todo lo que has aprendido con cada momento de tu
vida, y comprendes que TODO, te ha aportado algo. Sí sí, todo, tanto lo bueno
como lo malo.
Resulta que, gracias a que en el
pasado lo pasaste mal, hoy sabes mucho de la vida. Y que gracias a todos esos
palos o chascos que recibiste, aprendiste cómo funcionaban las cosas. Resulta,
que en esta vida, aprendemos así, y que cada momento malo que tuviste, es el
que te hace ahora madurar.
No sólo te alimentas de los
momentos buenos. Éstos sirven para recordar sonrisas, momentos que te hicieron
feliz. Normalmente esos momentos te reconfortan, te dan ilusión y te ayudan a
seguir adelante. Pero, sin embargo, es en los peores momentos en los que más
cosas aprendemos. Gracias a ellos, aprendemos a valorar todo lo que tenemos; y
casi más importante aún, aprendemos a valorarnos a nosotros mismos, y a
convertirnos en lo que somos HOY. Es en esos momentos, cuando, sin darnos
cuenta, nos vamos haciendo más fuertes, y vamos forjando nuestra personalidad,
nuestra manera de pensar, poquito a poquito, día tras día.
Obviamente no seríamos nada sin
todos los momentos felices. Pero, por supuesto, ni siquiera seríamos nosotros
mismos, si no fuera por los malos momentos que hemos vivido y los que, quizás
sí o quizás no, nos queden por vivir.
Hoy, le doy gracias a la vida por
todo ello. Y aunque resulte paradójico, doy gracias por hacerme sufrir, porque
gracias a ello hoy soy quien soy, y gracias a ello, hoy, puedo SONREÍR.
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